El Arnoia lame las piedras del viejo puente con una parsimonia casi insultante. El agua baja mansa, oscura, reflejando las galerías de las casas que se asoman al río como damas antiguas espiando tras un visillo. Huele a piedra mojada, a musgo incrustado en las juntas del granito, y a ese frescor vegetal que sube de la ribera cuidada con esmero casi obsesivo. El silencio no es absoluto –se oyen pasos lejanos sobre las losas, el canto de un mirlo– pero tiene un peso específico, una densidad que parece aplastar el ruido superfluo del mundo exterior. Entro en Allariz y la primera sensación es de una calma impostada, de una belleza tan perfecta que resulta sospechosa. Como si la villa entera contuviera la respiración para no estropear la postal.
Camino sin rumbo fijo por las rúas del casco histórico. Rúa da Cruz, Rúa do Cárcere Vello… nombres que evocan un pasado austero, quizás brutal, pero que hoy dan cobijo a tiendas de artesanía coqueta, a bares con encanto estudiado, a casas de piedra restauradas con una pulcritud que roza lo irreal. El granito domina todo, un granito limpio, sólido, bien rejuntado. Las solainas de madera oscura, primorosamente conservadas, añaden un contrapunto cálido pero severo. Es innegablemente hermoso. Una belleza serena, ordenada, casi matemática.
Pero hay algo en esta perfección que me inquieta. Apoyo la mano en un muro. La piedra está fría, compacta, pero bajo la superficie restaurada intuyo las cicatrices de siglos, las historias no contadas, las vidas humildes o poderosas que se apoyaron en este mismo sillar. Allariz no es solo piedra; es memoria maquillada. Y yo, que vengo buscando la verdad cruda del viaje, me encuentro con una belleza que quizás sea, en parte, una elegante forma de olvido.
Me detengo en la Praza Maior. Amplia, flanqueada por la iglesia de Santiago, de una robustez románica que contrasta con la levedad de las galerías acristaladas de las casas circundantes. Un par de niños juegan cerca de la fuente. El sonido de sus risas rebota en la piedra y se pierde en el aire quieto. Es una escena de una placidez casi irreal. Demasiado perfecta. Como un decorado esperando a que los actores (¿los habitantes originales? ¿Los fantasmas de la historia?) salgan a escena. Pero solo estamos los turistas discretos y los locales que atraviesan la plaza con la naturalidad de quien pisa su propia casa.
Recuerdo haber leído sobre el premio europeo de urbanismo que recibió Allariz por su rehabilitación. Un ejemplo de cómo recuperar un casco histórico en decadencia. Y el mérito es innegable. Han salvado la piedra, han ordenado el espacio, han creado un lugar atractivo. Pero mientras paseo por estas calles impecables, no puedo evitar preguntarme por el precio de esa resurrección estética. ¿Qué se perdió en el proceso? ¿La vida desordenada, ruidosa, quizás más auténtica, que bullía antes entre estos mismos muros? Un pueblo restaurado es, a veces, un fantasma bien vestido.
La historia de Allariz es densa. Fue villa de realengo, corte temporal de Alfonso X el Sabio. Tuvo una importante judería, cuyas huellas aún se intuyen en el trazado de algunas calles estrechas y en la memoria colectiva. Tuvo una tradición artesana potente, sobre todo en el trabajo del cuero, como recuerda el pequeño pero interesante Museo do Coiro, instalado en un antiguo molino junto al río.
Intento buscar esos ecos mientras deambulo. Me asomo al convento de Santa Clara, enorme, casi una fortaleza monacal, que alberga un museo de arte sacro barroco dicen que impresionante (hoy no entro, prefiero el aire libre). Imagino la vida de clausura, el silencio aún más profundo que el de las calles actuales. Pienso en los judíos conversos, en su miedo y su resiliencia. En los curtidores dejando las pieles a remojo en las aguas frías del Arnoia.
La piedra aquí no solo es estética; es documento. Cada sillar, cada escudo nobiliario en una fachada, cada arco románico de la iglesia de San Bieito, habla de un tiempo de fueros, de poder, de fe y también, seguramente, de miseria y conflicto. Pero habla en susurros. La restauración, necesaria y bienvenida, ha limpiado la pátina del tiempo, ha ordenado el discurso. Ha hecho la historia accesible, pero quizás también un poco menos real.
Me sorprende mi propia contradicción. Busco belleza, pero desconfío de la perfección. Busco historia, pero me incomoda la musealización. Quiero la verdad del lugar, pero ¿cuál es esa verdad? ¿La del pasado glorioso o la del presente tranquilo y turístico? ¿La de la piedra restaurada o la de la vida que fluye (o no) a su alrededor? Allariz te obliga a estas preguntas, y eso ya es un mérito. No es un lugar pasivo. Te interpela.
El frío empieza a calar. Necesito un café, un vino, algo que me devuelva el calor al cuerpo y me saque de mis cavilaciones trascendentales. Entro en una pequeña taberna cerca de la Praza Maior. Ambiente oscuro, olor a madera vieja y a vino derramado. Pido un vino de la casa y me acodo en la barra. El dueño, un hombre de pocas palabras y manos curtidas, me sirve el vino en una cunca blanca.
«Bonito pueblo tienen ustedes», comento, por romper el hielo.
Él asiente con la cabeza, sin mucho entusiasmo.
«Si, bonito é. Moi arregladiño está agora». Hay un matiz en ese «arregladiño» que me llama la atención.
«¿Antes no lo estaba?», pregunto.
«Home, antes era máis… de aquí. Máis noso. Había máis vida de verdade, non sei se me entende. Agora está moi bonito para as fotos, si. Pero falta algo».
«¿El qué?», insisto con suavidad.
Se encoge de hombros, limpia la barra con un trapo.
«Non sei… A alma, quizais. Ou será que me fago vello».
Esa conversación mínima, casi robada, me golpea más que cualquier panel informativo. La nostalgia por una autenticidad perdida, la sospecha de que la belleza actual es una cáscara brillante pero quizás vacía por dentro. La eterna tensión entre conservación y vida real. El dueño de la taberna, sin pretenderlo, ha puesto el dedo en la llaga de mis propias inquietudes sobre Allariz. Aquí la piedra habla de historia, pero la gente, a veces, susurra la melancolía del presente.
Bebo mi vino. Está fresco, ácido, con ese sabor a tierra que tienen los vinos gallegos. Me reconforta. Miro por la ventana. La piedra sigue ahí fuera, impasible. Hermosa y silenciosa.
Salgo de la taberna con el calor del vino y la conversación resonando por dentro. Vuelvo hacia el río, como atraído por un imán. El Arnoia sigue su curso lento, ajeno a dilemas sobre autenticidad y restauración. Los árboles de la ribera, desnudos en este invierno tardío, dibujan caligrafías negras contra el cielo gris. Los jardines están cuidados al milímetro. Todo en orden. Todo en su sitio.
Allariz tomó una decisión valiente hace décadas: luchar contra el abandono, recuperar su patrimonio, apostar por un modelo de desarrollo basado en la calidad y la belleza. Y el resultado es admirable. Es un ejemplo para tantos otros pueblos de la España interior que se desangran. Han conseguido atraer turismo, generar actividad económica, mantener servicios. Han revividido.
Pero toda resurrección tiene algo de artificial. Como Lázaro volviendo de entre los muertos, quizás Allariz también arrastra una palidez extraña, una perfección que no es del todo de este mundo. ¿Es posible revivir un lugar sin convertirlo, en parte, en un decorado de sí mismo? ¿Se puede conservar la memoria sin embalsamar la vida?
No tengo respuestas. Solo preguntas que me asaltan mientras paseo por este escenario impecable. Quizás la clave esté en aceptar la contradicción. En disfrutar de la belleza evidente, de la calma, de la historia que se respira, sin dejar de ser consciente de lo que implica esa belleza. En entender que Allariz es, a la vez, un triunfo de la voluntad colectiva y un espejo de nuestras propias tensiones como sociedad: la nostalgia del pasado, la necesidad de futuro, el valor de la autenticidad y el precio de la supervivencia.
Me detengo de nuevo en el puente viejo. El agua refleja las casas, el cielo, mi propia figura asomada. Una imagen casi perfecta. Pero el viento riza la superficie, distorsiona el reflejo, lo rompe en mil fragmentos. Como si el río quisiera recordarme que la perfección es solo un instante, una ilusión. Que la verdadera belleza, quizás, reside precisamente en esa imperfección, en esa tensión constante entre lo que fue, lo que es y lo que podría ser.
Empieza a caer una lluvia fina, casi imperceptible, ese orballo que cala sin avisar. Las piedras de las calles empiezan a brillar con una intensidad nueva. El olor a tierra mojada se hace más penetrante. La poca gente que había se refugia en los soportales o acelera el paso. Me quedo un momento quieto, dejando que la lluvia me moje la cara. Es un bautismo frío y purificador.
Allariz bajo la lluvia tiene otra textura, otra música. Más íntima, más melancólica. El silencio se acentúa. Los colores se saturan. La piedra parece aún más antigua, más sabia. Es como si la lluvia lavara el maquillaje de la restauración y dejara entrever, por un instante, el alma desnuda de la villa. Un alma hecha de granito resistente, de agua paciente y de historias susurradas por el viento.
Me doy la vuelta, dispuesto a buscar refugio y quizás otro vino. Pero antes, una última mirada al río, a las casas reflejadas y rotas por la lluvia, a la belleza serena y ligeramente inquietante de este lugar. He venido buscando una postal y me llevo un puñado de preguntas. Y eso, sospecho, es mucho más valioso.
Allariz es una trampa hermosa. Te seduce con su perfección de piedra y río, te arrulla con su silencio, pero si te descuidas, te clava una pregunta incómoda sobre la memoria y la autenticidad. No vengas buscando solo un pueblo bonito; ven dispuesto a conversar con los fantasmas bien vestidos de la historia y a mirarte en el espejo, a veces roto, de su presente impecable. Te llevarás más de lo que esperas. Quizás, incluso, un pedazo de tu propia alma reflejada en el agua oscura del Arnoia.