Festa do pulpo - O Carballiño

Festa do Pulpo: O Carballiño ao punto de cocción

14/04/2025
Redacción
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Agosto.  O Carballiño.  Antes de ver nada, hueles. Un vapor denso, casi palpable, que te envuelve como una bufanda caliente en pleno agosto. Huele a mar cocido, a la rotundidad marina del pulpo hirviendo, pero sobre todo, huele a pimentón. Un pimentón que no es especia, sino atmósfera, una nube roja y picante que lo impregna todo: el aire, la ropa, los pulmones. Luego oyes: el borboteo rítmico y profundo de las caldeiras de cobre, como el latido de un corazón metálico y ancestral; el repiqueteo constante de las tijeras cortando la carne blanda; y por encima, el rumor creciente de miles de personas, una marea humana que habla, ríe y espera con una devoción casi religiosa. Pisas la hierba del parque municipal de O Carballiño, ya un poco aplastada, sintiendo el calor que emana del suelo y de los cuerpos cercanos. No has probado bocado, pero ya estás dentro. La fiesta te ha tragado.

El protagonista octópodo y sus sacerdotisas

Y en el centro de todo, él: o pulpo. No es un simple ingrediente, es el tótem. Morado, brillante por el hervor reciente, emerge de las calderas como una ofrenda marina. Verlo así, entero, antes de su desmembramiento ritual, tiene algo de Goya, de sacrificio pagano bajo el sol de Galicia. Pero aquí no hay oscuridad, sino una celebración bulliciosa.

El primer punto clave, claro, es este ser de ocho brazos, cuya textura es el Grial que buscan las pulpeiras. Conseguir ese punto exacto –ni chicle, ni deshecho– es un arte transmitido de madres a hijas. Ellas, las pulpeiras, son las verdaderas protagonistas silenciosas. Mujeres (y algunos hombres, pero la tradición pesa) de manos fuertes y mirada experta, que ofician ante las enormes caldeiras de cobre. Estas ollas no son meros recipientes; son el altar donde el cefalópodo se transforma. El cobre, dicen, le da un toque especial, una alquimia que el acero inoxidable no entiende. Observarlas trabajar es asistir a una coreografía precisa: sacar el pulpo con un gancho, dejarlo escurrir un instante, y entonces, el momento clave.

El rito de la tijera y el bautismo rojo

Aquí entra el tercer elemento fundamental: las tijeras. Olvídate del cuchillo. El pulpo á feira se corta a tijera, en rodajas gruesas que caen directamente sobre el plato. El sonido –clac, clac, clac– es la banda sonora de la fiesta, un metrónomo que marca el ritmo del deseo colectivo. Es un corte rápido, casi brutal, pero necesario.

Y entonces, el bautismo final, la trinidad de sabor que define el plato: sal gorda, esparcida con generosidad; pimentón (dulce y picante, la mezcla es el secreto) que tiñe de rojo volcánico la carne blanca; y un chorro abundante de aceite de oliva virgen, el oro líquido que amalgama y suaviza. Este aliño no es un añadido, es la esencia. Ver cómo lo preparan, con esa seguridad gestual, es hipnótico. Como decía un viejo al lado mío, mientras esperaba su ración con la paciencia del peregrino:

Mira, rapaz. Sen ese aceite e ese pemento, o pulpo estaría… espido. E aquí non nos gusta a xente espida. (Mira, chaval. Sin ese aceite y ese pimentón, el pulpo estaría… desnudo. Y aquí no nos gusta la gente desnuda.)

Una filosofía culinaria y vital en dos frases.

La comunión sobre madera y entre multitudes

Todo esto debe servirse, y este es otro mandamiento no escrito pero férreo, sobre el plato de madera. El prato de pau. Plano, humilde, absorbente. Dicen que la madera interactúa con el pulpo caliente, que mantiene la temperatura justa, que le quita el exceso de agua. Yo qué sé. Lo que sé es que comer pulpo en loza o, Deus me libre, en plástico, es una herejía, un acto de barbarie turística. El plato de madera no es vajilla, es parte del rito.

Y así, con el plato humeante en la mano, buscas un hueco imposible en la multitud. Este es otro ingrediente esencial: la gente. Miles de personas comiendo, bebiendo, chocando, riendo. Es una comunión caótica y feliz. Comes de pie, acodado en una mesa compartida con desconocidos, o sentado en la hierba si encuentras un claro. El individualismo aquí no cotiza. La fiesta es el gentío, y el gentío es la fiesta.

Para acompañar, claro, el vino ribeiro, servido fresco en cuncas blancas. Un vino joven, ácido, que limpia el paladar de la grasa del aceite y te prepara para el siguiente bocado. Es el contrapunto necesario, la lucidez líquida en medio de la gloriosa bacanal cefalópodica.

El poso de la fiebre: Carballiño en el recuerdo

Te vas de O Carballiño con el sabor del pulpo y el pimentón pegado al alma, con los dedos pringosos de aceite y la cartera algo más ligera. Has participado en algo más grande que tú, una mezcla de tradición ancestral, negocio turístico y pura gula colectiva. ¿Es la mejor forma de comer pulpo? Quizás no la más tranquila, desde luego. Pero sí la más auténtica, si es que esa palabra significa algo hoy.

La Festa do Pulpo es un organismo vivo, excesivo, ruidoso, maravilloso y agotador. Aquí el exceso no es un defecto, es la medida. Sales de allí con la sensación de haber sobrevivido a una batalla gozosa, con el eco de las gaitas y las tijeras en los oídos. ¿Qué queda después de la fiebre? Un regusto intenso, la imagen de ese vapor rojo flotando sobre el parque, y la pregunta abierta de cómo estas explosiones de identidad local resisten, año tras año, en un mundo que tiende a homogeneizarlo todo. El pulpo, parece, todavía tiene algo que decir.

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