Existe un rincón en las entrañas verdes y húmedas de Ourense, donde la tierra parece guardar los secretos más antiguos y el silencio es apenas roto por el murmullo del agua y el viento entre los árboles. Allí, en un valle apartado, casi escondido del mundanal ruido, se yergue una presencia que sobrecoge por su magnitud y su historia: el Monasterio de Santa María la Real de Oseira.
Algunos, quizás con cierta audacia, lo han llamado El Escorial Gallego. Y aunque las comparaciones siempre son delicadas, la impresión de grandeza, de esfuerzo titánico y de profunda carga histórica, justifica en parte el símil. Imagine usted encontrarse, tras recorrer caminos serpenteantes, con esta mole de granito que emerge como un sueño de piedra, un testigo de casi nueve siglos de oración, trabajo, esplendor, tragedia y renacimiento. ¿Qué historias guardan estos muros centenarios? ¿Qué ecos del pasado resuenan aún en sus claustros y en su imponente iglesia? Adentrémonos, pues, en la memoria de Oseira, un lugar donde la fe y la historia se entrelazan de manera indisoluble.
Corría el siglo XII, una época de fervor religioso y cambios profundos en la Europa cristiana. Mientras la orden de Cluny deslumbraba con su riqueza y su liturgia fastuosa, un nuevo espíritu, más austero, más apegado a la regla benedictina original, recorría el continente: era la reforma del Císter, impulsada por figuras como San Roberto de Molesmes y, sobre todo, el carismático San Bernardo de Claraval. Buscaban el retorno a la sencillez, al trabajo manual – el famoso Ora et labora –, a la soledad y al silencio como vías para encontrar a Dios.
Fue en ese contexto, hacia el año 1137, cuando un grupo de monjes, quizás buscando precisamente ese retiro del mundo, se estableció en este valle remoto, conocido entonces como «Ursaria», tierra de osos. ¿Fueron benedictinos en un primer momento? Es posible. Pero pronto, hacia 1141, abrazaron la observancia cisterciense, incorporándose a esa vasta red de monasterios blancos que se extendía desde Francia por toda la cristiandad. No es casualidad que eligieran un lugar así: aislado, fértil para el trabajo agrícola, regado por el río Oseira… perfecto para el ideal de autosuficiencia y contemplación que promulgaba el Císter.
Imaginen, si son capaces, la dureza de aquellos primeros tiempos. Levantar de la nada, con sus propias manos y la ayuda de campesinos locales, las primeras dependencias monásticas, roturar la tierra, organizar la vida comunitaria en un entorno a menudo hostil. Fue una gesta de fe y tenacidad, cuyos frutos no tardarían en verse.
Pronto, Oseira comenzó a crecer. Las donaciones de nobles y reyes, los privilegios eclesiásticos y una eficaz gestión de sus tierras y granjas (las famosas granxas cistercienses) convirtieron al monasterio en uno de los más poderosos e influyentes de Galicia durante la Edad Media y Moderna. Su riqueza se tradujo, cómo no, en piedra.
Aunque las sucesivas reformas y reconstrucciones han modificado mucho el conjunto, todavía podemos rastrear la huella de su pasado medieval. La iglesia abacial, iniciada quizás a finales del siglo XII o principios del XIII, conserva en su estructura ecos del románico tardío, con esa solidez y esa sobriedad características de las primeras construcciones cistercienses. Tres naves imponentes, un crucero marcado y una cabecera con girola y capillas radiales, siguiendo modelos franceses adaptados al granito gallego.
Pero si hay una joya que brilla con luz propia, esa es, sin duda, la Sala Capitular. Construida ya en pleno período gótico, probablemente en el siglo XV, es un espacio que deja sin aliento.
Imaginen una sala cuadrada de la que brotan cuatro columnas centrales, robustas pero elegantes, cuyos nervios se abren hacia la bóveda como si fueran palmeras de piedra. La luz que se filtra por los ventanales crea una atmósfera mágica, casi irreal. Era aquí donde la comunidad monástica se reunía a diario para leer un capítulo de la Regla de San Benito – de ahí su nombre –, para tomar decisiones importantes, para confesar sus culpas…
Un espacio de poder, sí, pero también de profunda espiritualidad comunitaria. Es, sin duda, una de las cumbres del gótico en Galicia y un testimonio elocuente del esplendor que alcanzó Oseira. La precisión de su talla y la audacia de su diseño aún hoy generan debates entre los especialistas sobre sus maestros constructores y las influencias exactas que la inspiraron.
El monasterio no era solo un centro de oración; era un motor económico, un foco cultural (con su scriptorium y su biblioteca), un referente social para toda la comarca. Siglos de prosperidad, aunque no exentos de dificultades, como el devastador incendio de 1552, que obligó a importantes reconstrucciones ya en estilo renacentista y, sobre todo, barroco.
Los siglos XVII y XVIII vieron una profunda transformación en Oseira. Siguiendo los vientos estéticos de la época y quizás también como reflejo de su consolidado poder, el monasterio se revistió de barroco. ¿Una traición al ideal austero del Císter? Quizás una adaptación, una forma de expresar la gloria de Dios a través de la grandiosidad y la ornamentación que imperaban entonces.
La fachada de la iglesia que hoy contemplamos, con sus grandes columnas, sus frontones partidos y su aire escenográfico, es fruto de esta época. También gran parte de la decoración interior del templo y la construcción de algunos de los claustros, como el llamado «Claustro de los Pináculos». Oseira se convirtió en un imponente escaparate del barroco gallego, demostrando una vez más su capacidad de adaptación y su vitalidad.
Pero la historia, como bien sabemos, a menudo reserva giros crueles e inesperados. En el siglo XIX, los vientos del liberalismo soplaron con fuerza en España. Y con ellos llegó la Desamortización de Mendizábal en 1835. Una medida política y económica que buscaba restar poder a la Iglesia y obtener recursos para el Estado, pero que supuso un golpe mortal para innumerables monasterios como Oseira.
Visualicen la escena: los monjes cistercienses, herederos de siete siglos de presencia ininterrumpida en aquel valle, son expulsados. Las puertas del monasterio se cierran. Lo que había sido un hogar de oración, trabajo y cultura queda abandonado a su suerte. El silencio que cae sobre Oseira ya no es el silencio contemplativo del Císter, sino el silencio pesado de la ruina y el olvido. Comienza el expolio: se venden o se pierden tesoros artísticos, la valiosísima biblioteca se dispersa –un drama cultural cuyas consecuencias aún lamentamos–, los edificios, sin mantenimiento, empiezan a deteriorarse. Las techumbres se hunden, la maleza invade los claustros… La descripción de las pérdidas documentadas, tanto artísticas como estructurales, hiela la sangre y nos habla de una herida profunda en el patrimonio cultural. Parecía el fin definitivo para el gigante de piedra.
Durante casi un siglo, Oseira fue una sombra de sí mismo, una ruina majestuosa que evocaba un pasado glorioso pero irremediablemente perdido. Los vecinos de Cea y de las aldeas cercanas quizás miraban con nostalgia y tristeza aquellos muros que se desmoronaban lentamente.
Pero hay historias que se niegan a morir. En 1929, casi cien años después del abandono forzoso, sucedió algo que muchos considerarían un milagro. Impulsados por la fe tenaz de unos pocos y el deseo de recuperar un legado irrenunciable, una nueva comunidad de monjes cistercienses, esta vez de la Orden Cisterciense de la Estricta Observancia (Trapenses), decidió regresar a Oseira.
Imaginen la tarea titánica que encontraron: un monasterio en ruinas, necesitado de una restauración ingente. Pero con paciencia, esfuerzo y la ayuda de instituciones y particulares, comenzó la lenta y laboriosa resurrección de Oseira. Piedra a piedra, bóveda a bóveda, claustro a claustro, el monasterio fue recuperando la dignidad perdida. Un trabajo que continúa hoy en día, porque mantener un conjunto de estas dimensiones es una labor que nunca termina. La controversia sobre los criterios de restauración, siempre presente en intervenciones sobre patrimonio tan complejo, no empaña el logro monumental de haber devuelto la vida al conjunto.
Hoy, los monjes trapenses siguen habitando Oseira, manteniendo viva la llama del Ora et labora que prendió allí hace casi nueve siglos. Su vida de oración y trabajo silencioso (son conocidos también por elaborar un apreciado licor, el Eucaliptine) es el corazón que vuelve a latir en el gigante de piedra.
Visitar Oseira hoy es mucho más que hacer turismo. Es sumergirse en una historia fascinante de creación, esplendor, destrucción y renacimiento y caminar por espacios que han sido modelados por siglos de fe y esfuerzo humano. Es sentir la atmósfera única de un lugar donde el pasado no es solo un recuerdo, sino una presencia viva.
Contemplen la fachada barroca, pero busquen también los vestigios románicos. Déjense maravillar por la increíble Sala Capitular gótica. Paseen por los claustros, imaginando las generaciones de monjes que los recorrieron antes. Quien tenga la ocasión de asistir a la liturgia de los monjes actuales, sentirá cómo el hilo del tiempo se tensa, conectando el siglo XXI con el XII.
Oseira no es solo un monumento; es una lección viva sobre la capacidad humana para construir belleza, sobre la fragilidad de nuestras obras ante los vaivenes de la historia, pero también sobre la increíble fuerza del espíritu para perseverar, para reconstruir, para mantener viva una llama a través de los siglos. Es un tesoro que hemos estado a punto de perder y que hoy, afortunadamente, podemos volver a admirar y, sobre todo, a sentir. Al adentrarse en Oseira, al escuchar el eco de sus piedras y de su silencio, quizás se encuentre, como tantos otros antes, una conexión profunda con algo que nos trasciende. La historia, sin duda, sigue esperando en lugares como este para revelarnos sus más hondos secretos.