Hay lugares en Galicia donde la historia parece condensarse, donde las piedras susurran relatos de poder, de fe y de olvido. Uno de esos enclaves mágicos se encuentra en tierras de Celanova, en la provincia de Ourense. Allí, sobre un promontorio que domina el paisaje con aire de vieja autoridad, se desmoronan los vestigios de la fortaleza de Milmanda, un coloso que fue y que ya no es. Pero junto al gigante caído, como una humilde y tenaz guardiana de la memoria, resiste al paso de los siglos la iglesia de Santa María de Milmanda.
Imaginen por un momento el contraste: las ruinas altivas de un castillo que fue centro de poder, atalaya vigilante en una frontera a menudo convulsa, y a su lado, la pequeña iglesia parroquial, que sigue congregando a los fieles del lugar, impasible ante la decadencia de quien fuera su protector. Es una imagen poderosa, cargada de simbolismo, que nos invita a desentrañar los secretos de un pasado donde la espada y la cruz compartieron un mismo destino.
Para comprender la esencia de Santa María, es ineludible evocar la grandeza perdida del Castillo de Milmanda. Su origen se pierde en las brumas de la Alta Edad Media, pero su apogeo llegó entre los siglos XII y XV. No era una fortaleza cualquiera; su posición estratégica, controlando vías de comunicación importantes y cercana a la siempre inestable frontera con Portugal, la convirtió en una pieza codiciada.
Durante siglos, fue posesión de los obispos de Ourense, señores no solo espirituales sino también temporales, que ejercían su poder desde esta formidable atalaya. Imaginen la vida tras sus muros: soldados en las almenas oteando el horizonte, administradores gestionando las rentas del señorío, siervos trabajando las tierras circundantes, y el obispo o sus representantes impartiendo justicia y dictando órdenes. Milmanda fue testigo de intrigas palaciegas, de conflictos nobiliarios, de las tensiones fronterizas que marcaron a fuego la historia medieval de Galicia y Portugal.
Más tarde, ya en el siglo XV, la fortaleza pasaría a manos de linajes tan poderosos como los Zúñiga, condes de Monterrei, que mantendrían su relevancia durante algún tiempo. Fue escenario, probablemente, de episodios relacionados con las revueltas irmandiñas, ese gran levantamiento antiseñorial que sacudió Galicia a mediados del siglo XV, aunque las crónicas específicas sobre su papel en dichos eventos son a veces fragmentarias, un puzle histórico que aún se intenta completar.
Y al amparo de esas murallas, como era costumbre en la época, nació la iglesia de Santa María. Su fábrica actual nos habla de un origen fundamentalmente románico, probablemente erigida entre los siglos XII y XIII, coincidiendo con el período de mayor esplendor del castillo. Es un románico rural, quizás más austero que el de las grandes catedrales o monasterios, pero no por ello menos elocuente.
Su estructura es sencilla: una única nave, robusta, que conduce a un ábside rectangular cubierto con bóveda de cañón, una solución arquitectónica muy característica del románico gallego más popular. Los muros, de sólida sillería de granito, apenas se ven perforados por estrechas ventanas o saeteras, que tamizan la luz creando una atmósfera de recogimiento interior.
Pero deténgase usted a observar los detalles. En la portada, en los canecillos que sostienen el alero del tejado (esos pequeños soportes esculpidos, los canecillos), y en los capiteles de las columnas interiores o del arco triunfal que da paso al ábside, podemos descubrir la huella de los canteros medievales. Figuras geométricas, motivos vegetales estilizados, y a veces, representaciones zoomorfas o antropomorfas de significado enigmático. ¿Mensajes simbólicos, bestiarios moralizantes, o simples alardes de la habilidad del artesano? Cada pieza es un pequeño misterio, una ventana a la mentalidad y la sensibilidad de aquella época. La relevancia de estos elementos escultóricos, aunque modestos, es crucial para entender la difusión de las formas artísticas en el ámbito rural.
Con el tiempo, la iglesia experimentó modificaciones. Se aprecian elementos góticos, quizás en algún arco apuntado o en la reforma de alguna ventana, y sobre todo, la impronta del barroco en su robusta torre-campanario, añadida en el siglo XVIII, que se yergue como un contrapunto vertical a la horizontalidad de la nave románica.
Durante siglos, el castillo y la iglesia fueron dos caras de la misma moneda, dos corazones latiendo al unísono en Milmanda. La iglesia no era solo el lugar de oración para los habitantes del castillo –señores, soldados, sirvientes– y para los campesinos de las aldeas cercanas. Era también un símbolo del poder y el prestigio del señor. Es muy probable que los señores de Milmanda ejercieran el patronazgo sobre la iglesia, financiando su construcción o sus reformas, y quizás eligiéndola como lugar de enterramiento para ellos o sus familias, buscando la protección divina incluso después de la muerte. Las evidencias arqueológicas en este sentido podrían ser reveladoras, aunque a menudo la historia de estos enterramientos privilegiados se ha perdido o permanece oculta bajo el pavimento actual.
La vida cotidiana giraba en torno a estos dos polos: la protección y la autoridad del castillo, y el consuelo y la guía espiritual de la iglesia. Misas, bautizos, bodas, funerales… todos los ritos que marcaban el ciclo de la vida y la muerte tenían como escenario a Santa María, siempre bajo la sombra vigilante de las almenas.
Pero ningún poder terrenal es eterno. Con el fin de la Edad Media, los castillos como Milmanda comenzaron a perder su función militar y estratégica. La consolidación del poder real, los cambios en las técnicas de guerra y el fin de las grandes disputas fronterizas o nobiliarias los fueron relegando a un segundo plano. Las almenas que desafiaron al tiempo y a los enemigos fueron doblegadas por el abandono y el olvido.
El castillo de Milmanda inició un lento pero inexorable proceso de decadencia. Sus muros, antes orgullosos, empezaron a derrumbarse. Sus estancias, otrora bulliciosas, se convirtieron en refugio de alimañas o fueron expoliadas en busca de piedra para otras construcciones. Hoy, sus ruinas, aunque imponentes, son un esqueleto melancólico que nos habla de un esplendor perdido. La investigación arqueológica en el recinto del castillo, aunque a veces intermitente, sigue siendo fundamental para desvelar detalles sobre su estructura, fases constructivas y la vida cotidiana de sus ocupantes.
Sin embargo, mientras el poder militar y señorial se desvanecía, la iglesia de Santa María demostró una resiliencia admirable. Perdió, sí, la protección y el patronazgo directo del castillo, pero no su función esencial como centro espiritual de la comunidad local. Continuó siendo la iglesia parroquial de Milmanda, el lugar donde los vecinos seguían reuniéndose para celebrar su fe, para marcar los hitos de sus vidas, para sentirse parte de algo que trascendía la ruina material que los rodeaba.
Y como ocurre en tantos lugares tocados por la historia y marcados por la presencia de ruinas imponentes, las leyendas susurran entre los muros caídos de Milmanda. Se habla de tesoros escondidos por los antiguos señores, de pasadizos secretos que comunicaban el castillo con el exterior, quizás de presencias fantasmales que vagan por las noches recordando viejas batallas o amores truncados. ¿Cuánto hay de verdad en estas historias? Probablemente poco, pero forman parte del aura del lugar, de esa mezcla de historia y misterio que tanto nos atrae.
Visitar Milmanda hoy es una experiencia evocadora. Es pasear entre las ruinas del castillo sintiendo el peso de la historia bajo nuestros pies, imaginando el fragor de las armas o el sonido de las trompetas anunciando la llegada del señor. Y es también entrar en la penumbra fresca de la iglesia de Santa María, contemplar sus piedras centenarias y sentir la continuidad de una fe sencilla pero profunda que ha logrado sobrevivir al derrumbe del poder que la vio nacer.
Milmanda nos enseña una lección intemporal sobre la vanidad del poder terrenal y la perdurabilidad de otras fortalezas más sutiles. Los castillos caen, los imperios se desmoronan, las dinastías se extinguen. Pero la fe, la comunidad, la memoria compartida, representadas en esa humilde iglesia románica, a menudo encuentran la manera de resistir, de adaptarse, de seguir dando sentido a la vida de las gentes.
Santa María de Milmanda no es solo un monumento histórico-artístico; es un símbolo de continuidad y resiliencia. Es la prueba de que, incluso junto a las ruinas más imponentes, la vida y el espíritu humano encuentran la forma de florecer. Un pequeño faro de piedra que nos recuerda que la verdadera fortaleza reside, quizás, no tanto en las altas murallas como en la tenacidad silenciosa de aquello que realmente importa. Acérquese, si tiene ocasión, a este rincón de Celanova, y deje que las piedras de Milmanda le cuenten su historia bicéfala, una historia de poder caído y fe perseverante.