As Bugas - Ourense

As Burgas: el corazón hirviente de Ourense

03/04/2025
Redacción
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Siento el calor antes de verlo. Es una sensación extraña, como si el propio suelo de granito de la Praza das Burgas tuviera fiebre. Camino hacia la fuente de la que emana esa promesa cálida en el aire frío de Ourense y el sonido me envuelve primero: un borboteo grave, constante, el rumor de agua subterránea que ha viajado leguas verticales para estallar aquí, en plena ciudad. Y luego sí, la visión: el vapor. Denso, blanco, fantasmal, ascendiendo y mezclándose con la bruma ligera de una mañana gallega, difuminando los contornos de los edificios antiguos como en un sueño. No es un lugar al que llegas; es un lugar que te asalta los sentidos desde el primer momento.

El suelo respira caliente: primer contacto en la Praza das Burgas

La tentación de acercarse es inmediata, casi infantil. Quiero entender de dónde sale este calor, esta anomalía en el tejido urbano. Me dirijo a la Burga de Arriba, la fuente neoclásica, imponente. El agua sale disparada por los caños con una fuerza que sorprende, un chorro grueso y blanquecino que se estrella contra la piedra con un estruendo sordo. El vapor aquí es casi una nube que puedes atravesar. Acerco la mano, no al agua –sería una locura–, sino al aire que la rodea. Es como meter la mano sobre una olla hirviendo. Un calor húmedo, penetrante, que contrasta brutalmente con el frescor del ambiente.

Me quedo un instante paralizado por esa dualidad. Frío en la espalda, calor en la cara. La ciudad bulle a mi alrededor –coches, conversaciones, el sonido de una persiana metálica al subirse– pero aquí, junto a la fuente, estoy en otro mundo, uno regido por la geología más pura y caliente. ¿Cómo puede algo tan primario, tan… infernal en su origen, convivir con tanta naturalidad con un quiosco de prensa y una farmacia? Esa pregunta me rondará durante toda mi visita.

Observo a la gente. Una señora mayor llena con calma una garrafa de plástico, el vapor envolviéndola por completo. Parece inmune al espectáculo, concentrada en su tarea. Un grupo de turistas japoneses hacen fotos con una mezcla de fascinación y cautela. Un hombre de mediana edad simplemente está ahí, apoyado en la barandilla, mirando el agua humeante como quien mira el mar. ¿Qué busca? ¿Calor? ¿Recuerdos? ¿Quizás solo un momento de pausa en un lugar que se siente fuera del tiempo normal? De repente, saca el móvil y se pone a mirar algo. El gesto me choca por un instante. La imagen del hombre absorto en su pantalla, con el vapor milenario de As Burgas envolviéndole, es la perfecta metáfora de esta extraña convivencia entre lo eterno y lo efímero, lo natural y lo tecnológico.

Fuego líquido en piedra fría: la danza del vapor y el granito

Decido moverme hacia la Burga de Abaixo, buscando quizás algo más de sosiego, menos monumentalidad. El camino es corto, apenas unos metros, pero el ambiente cambia. Aquí la piedra se siente más antigua, más gastada. La fuente es más humilde, y el agua no cae, sino que mana desde abajo, burbujeando en una poza oscura. El sonido es diferente, un gorgoteo más íntimo, menos estruendoso. El vapor sigue presente, pero parece más delicado, más etéreo.

Me agacho y toco con cuidado el borde de la poza. La piedra está caliente, muy caliente. No quema al instante, pero transmite una energía profunda, constante. Es el calor del planeta mismo, conducido a través de la roca. Cierro los ojos y me concentro en esa sensación: el frío del aire en mi nuca, el calor de la piedra bajo mis dedos. Es un contraste que te ancla al presente de una forma muy física. Pienso fugazmente en las fuentes de montaña, en el agua helada que brota entre rocas cubiertas de musgo. La misma geología, el mismo ciclo del agua, pero con resultados radicalmente opuestos. Allí es vida fría y cristalina; aquí, vida caliente y mineral.

Abro los ojos y me fijo en el suelo mojado alrededor de la fuente. El vapor, al condensarse en el aire frío, crea un microclima húmedo. Las losas de granito brillan, reflejando la luz gris del día de una forma particular. Hay un verdín incipiente en algunas juntas, testimonio de esa humedad constante. Es un ecosistema mínimo creado por la propia Burga. Incluso la forma en que la luz juega con el vapor es hipnótica. A veces lo atraviesa, creando halos difusos; otras, lo convierte en una pantalla blanca sobre la que se proyectan las sombras de los edificios. Es un espectáculo sutil, en constante cambio.

Cuando los dioses tenían sed

Mi mirada se desvía hacia la zona acristalada que protege los restos romanos. La piscina-santuario. Intento superponer la imagen de lo que fue con lo que es. ¿Vendrían aquí los romanos solo por el placer del baño caliente, como nosotros vamos a un spa? Es posible. Pero el hallazgo de las aras votivas a las ninfas sugiere algo más. Un respeto, un temor quizás, hacia la fuerza que hacía brotar esta agua. No era solo agua caliente; era agua sagrada.

Me pregunto si ese sentimiento se ha perdido del todo. Veo a la gente llenar sus garrafones, un acto práctico, casi rutinario. Pero en la forma en que lo hacen, en la paciencia con la que esperan, en la conversación tranquila que mantienen, ¿no queda un eco de ese antiguo respeto? ¿Una conexión inconsciente con la idea de que esta agua no es ‘normal’, que tiene ‘algo’?

Quizás la frontera entre lo sagrado y lo práctico siempre ha sido difusa aquí. El mismo lugar servía para honrar a las ninfas y para lavar la ropa. El agua que aliviaba el reuma era la misma que ayudaba a quitar las manchas. Esa dualidad sigue presente. Es un lugar profundamente terrenal –huele a azufre, calienta los huesos, sirve para llenar botellas– y a la vez, profundamente misterioso. Te obliga a preguntarte por las fuerzas invisibles que mueven el mundo.

De repente, me siento un poco intruso con mi cámara y mi libreta. ¿Estoy simplemente observando una curiosidad turística, o estoy interrumpiendo un diálogo silencioso que la ciudad mantiene con sus entrañas desde hace siglos? La duda me incomoda por un momento, rompiendo el flujo de la contemplación. Es la disonancia del viajero: querer entender y a la vez sentir que siempre te quedas en la superficie.

Garrafas, móviles y el eco de mil años

Vuelvo a la zona de la Burga de Arriba, donde la actividad es mayor. Me siento en un banco, un poco alejado, y me dedico a mirar. Es fascinante. El flujo de gente con sus recipientes es constante. Algunos parecen venir de muy cerca, otros cargan los garrafones en coches aparcados no muy lejos. Hay una eficiencia resignada en sus movimientos.

Intento entablar conversación con una mujer que acaba de llenar dos enormes garrafas.

«¿Pesa mucho eso?», le digo, señalando los recipientes con la cabeza.

«¡Pois claro!», contesta riendo.

Le pregunto si ella cree en las propiedades curativas. Se encoge de hombros.

«Mal non fai. E é de aquí, da nosa cidade. Mentres siga saíndo… haberá que vir por ela».

Hay un pragmatismo y un orgullo local mezclados en su respuesta. Mientras siga saliendo… Esa frase resuena. Porque esa es la clave: la constancia asombrosa de este fenómeno.

Mientras hablamos, un grupo de adolescentes pasa riendo y haciéndose selfies con el vapor de fondo. Uno de ellos casi choca con la mujer de las garrafas. Ella le lanza una mirada entre divertida y reprobatoria. Mundos que se cruzan, generaciones que comparten el mismo espacio pero lo viven de formas distintas. Los adolescentes apenas parecen reparar en el agua hirviendo, es solo un fondo exótico para su foto. La mujer carga con un pedazo de la historia líquida de la ciudad. Y yo estoy en medio, intentando descifrarlo todo.

Esta mezcla de usos, de actitudes, de tiempos, es lo que hace que As Burgas no sea un lugar fácil de etiquetar. No es solo un monumento, ni solo una fuente termal, ni solo un punto de encuentro. Es todo eso a la vez, en una convivencia a veces armoniosa, a veces un poco caótica.

Ourense a 67 grados: la extraña normalidad de vivir sobre una caldera

Paseo por los alrededores de la plaza. La vida sigue. Tiendas, bares, oficinas. El calor y el vapor de As Burgas se sienten como una presencia constante pero integrada. La ciudad ha crecido a su alrededor, ha aprendido a vivir con este corazón geotermal. Imagino que habrá habido desafíos técnicos a lo largo de la historia para construir tan cerca, para canalizar el agua, para asegurar que todo sea seguro.

Pero lo han hecho. Y esa «normalización» de lo extraordinario es quizás lo más sorprendente. Que algo tan salvaje como agua a punto de ebullición brotando del suelo sea parte del paisaje cotidiano. Que forme parte de la identidad de Ourense hasta el punto de que la ciudad no se entendería sin sus Burgas.

Reflexiono sobre cómo tratamos otros fenómenos naturales potentes. Los volcanes activos, los grandes ríos, las costas bravas… Normalmente los mantenemos a distancia, los observamos con respeto y temor, o los explotamos de forma intensiva. Aquí, en cambio, la relación parece más íntima, más de vecindad. Como tener un vecino un poco excéntrico y ruidoso, pero que al final forma parte de la familia y le tienes cariño.

¿Nos hemos acostumbrado demasiado a domesticar la naturaleza, a esconderla o a convertirla en mero producto? As Burgas, con su presencia ineludible y su calor tangible, parecen resistirse a esa domesticación completa. Siguen siendo un recordatorio potente de que no somos los únicos actores en este planeta, de que hay fuerzas mucho más antiguas y poderosas bajo nuestros pies.

Ya es casi mediodía. El flujo de gente con garrafones ha disminuido. Los turistas siguen haciendo fotos. El vapor continúa su danza lenta. Siento que podría quedarme aquí horas, simplemente mirando y sintiendo. Pero es hora de moverse. Me llevo conmigo el olor mineral, la sensación del calor en la piel, el sonido del agua hirviendo y, sobre todo, la imagen de esa extraña normalidad, de esa convivencia milenaria entre una ciudad y su corazón ardiente.

Si no te lo digo, reviento: este lugar te recoloca. Te saca de tus casillas mentales de urbanita moderno y te enfrenta a algo mucho más elemental y poderoso. No vienes a As Burgas solo a ver agua caliente; vienes a sentir el pulso de la Tierra latiendo bajo el asfalto, a tocar una historia que no está en los libros sino en la piedra caliente, y a intuir la extraña poesía que surge cuando lo ancestral y lo cotidiano deciden echar un pulso de vapor en mitad de la calle. Es una experiencia que te deja pensando, y sintiendo, mucho después de haberte ido.

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