Hay libros que te agarran por las solapas y te sacuden. Te dejan con un sabor áspero en la boca, con una incomodidad que perdura mucho después de cerrar la última página. La obra de Eduardo Blanco Amor pertenece, sin duda, a esta categoría. Leerlo no es un paseo tranquilo por la Galicia de postal; es asomarse a sus entrañas, a menudo desgarradas, escuchar una voz que no susurra al oído, sino que a veces grita, a veces gime, pero siempre arde bajo las cenizas de una memoria que quisiéramos, tal vez, más ordenada, más limpia.
¿Quién fue este ourensano que se fue a buscar la vida a Buenos Aires y regresó para ajustar cuentas con su tierra a través de la palabra y la imagen? Reducirlo a autor de A Esmorga es quedarse corto, muy corto. Fue un testigo incómodo, un cronista de los márgenes, un moderno atrapado en un tiempo viejo, un arquitecto de atmósferas densas donde la miseria material y la moral se entrelazaban hasta asfixiar.
Uno se imagina a Blanco Amor en aquel Buenos Aires febril, epicentro cultural de la diáspora gallega. Rodeado de gigantes como Castelao o Seoane, sí, pero quizás sintiendo ya esa doble distancia: la del emigrante que mira la tierra perdida y la del artista que necesita alejarse para ver con más claridad, con una crueldad que solo la lejanía permite. ¿Qué veía desde allí? No la Arcadia soñada por algunos, sino la realidad rugosa de una Galicia olvidada, anclada en sus inercias, poblada por seres a la intemperie.
Esa tensión entre el allá y el aquí es fundamental. No escribe desde la nostalgia blanda, sino desde la memoria crítica. Buenos Aires le dio perspectiva, tal vez la libertad para nombrar lo que en Ourense era silencio o murmullo. Pero es la materia prima de Auria, su Ourense literario, la que alimenta sus historias más potentes. Una materia hecha de piedra húmeda, de tabernas oscuras, de secretos a voces y de una profunda sensación de estancamiento vital. Volvería años después, pero esa mirada partida, ese sentirse de ninguna parte y de todas a la vez, impregnaría su obra para siempre.
Hablemos de A Esmorga. Pero hablemos de verdad. No es solo una novela canónica, es un descenso a los infiernos en una noche de aguardiente y lluvia. Cibrán, O Bocas, O Milhomes… no son personajes, son jirones de humanidad arrastrándose por el fango de sus propias vidas. Aquí la lengua gallega no es un adorno folclórico; es el vehículo mismo de la brutalidad, de la ternura rota, del desamparo. Es una lengua viva, popular, a veces soez, que golpea al lector.
Blanco Amor no embellece la pobreza ni idealiza la marginalidad. La muestra en toda su crudeza, casi con impudor. En A Esmorga, podría decirse, Galicia se emborracha consigo misma hasta vomitar su miseria sobre el asfalto mojado. Es una radiografía sin anestesia de la violencia estructural, de la desesperanza aprendida, del determinismo social que aplasta cualquier atisbo de redención. ¿Provocador? Sin duda. ¿Necesario? Absolutamente. Porque obliga a mirar allí donde duele, donde la identidad oficial se resquebraja.
Pero el universo Blanco Amor no se agota en esa noche trágica. En Xente ao lonxe, el objetivo se abre. Intenta capturar el pulso completo de Auria, desde los señoritos de casino hasta las costureras y los artesanos. Un retablo social ambicioso, complejo, donde se percibe el rumor de la historia colectiva, las tensiones de clase, los anhelos frustrados de toda una comunidad. Es quizás menos visceral que A Esmorga, pero igualmente demoledor en su retrato de una sociedad estratificada y a menudo inmóvil.
Y luego están Os biosbardos, esas criaturas esquivas entre la fantasía y la realidad. Aquí Blanco Amor se sumerge en el mundo infantil, pero no desde la idealización. La infancia en su obra es también un territorio de miedos, de crueldades inconscientes, de descubrimientos perturbadores. Es la mirada limpia pero implacable de quien todavía no ha aprendido a disimular, a callar. Un contrapunto fascinante a la sordidez adulta de sus otras novelas.
No podemos olvidarnos del Blanco Amor fotógrafo. Sus imágenes no son meras ilustraciones de sus textos; son otra forma de escritura, otro modo de mirar el mundo con esa misma intensidad incómoda. Detengámonos un instante en una de esas fotos (imaginémosla): un rostro anónimo, marcado por el tiempo y el trabajo, quizás en una feria, quizás a la puerta de una casa humilde. La mirada directa, sin concesiones. No hay juicio, pero tampoco complacencia. Hay una dignidad áspera, una verdad que no necesita palabras.
¿Podemos leer esas fotos como leemos sus textos? Quizás sí. Capturan silencios, atmósferas, lo no dicho. Y aquí, inevitablemente, surge la pregunta por su propia vida, por su homosexualidad vivida en tiempos de plomo y armario. No se trata de buscar confesiones explícitas en su obra, eso sería simplista. Pero sí podemos preguntarnos cómo esa experiencia de vivir en los márgenes, de sentir diferente, pudo afinar su sensibilidad hacia otros excluidos, cómo pudo influir en su manera de retratar la soledad, el deseo oculto, la fragilidad masculina que palpita bajo la rudeza de tantos de sus personajes. Los silencios en Blanco Amor, los de sus personajes y quizás los suyos propios, hablan tanto como sus palabras.
Lo tenemos en los altares de la literatura gallega. Se le cita, se le estudia, se le homenajea. Eduardo Blanco Amor, figura clave, referente indiscutible. Y está bien que así sea. Pero uno se pregunta si esta canonización no corre el riesgo de neutralizar su carga explosiva. ¿Lo leemos de verdad? ¿O nos conformamos con la etiqueta, con el resumen académico, con la admiración distante?
Porque Blanco Amor no es un autor cómodo para tener en una vitrina. Su obra sigue siendo un desafío. Nos habla de una Galicia que quizás preferiríamos olvidar o maquillar. Nos confronta con la desigualdad, con la hipocresía, con las violencias pequeñas y grandes que siguen latiendo bajo la superficie. Su apuesta radical por el gallego, su modernidad narrativa, su capacidad para crear belleza incluso en medio del horror… todo eso sigue vigente.
Pero ¿estamos dispuestos a que nos siga quemando? ¿A aceptar que su crítica social no es solo cosa del pasado? ¿A reconocer que esa «memoria incómoda» de la que hablábamos al principio no es solo memoria histórica, sino también un espejo de nuestras propias contradicciones actuales? Quizás el mayor homenaje no sea colocarlo en un pedestal, sino dejar que su voz nos interpele, nos descoloque, nos obligue a seguir haciéndonos preguntas difíciles.
Al final, lo que queda de Eduardo Blanco Amor no es una estatua fría, sino una brasa que sigue ardiendo bajo las cenizas del tiempo. Una voz que nos recuerda la importancia de mirar de frente, de llamar a las cosas por su nombre, por muy doloroso que sea. Su literatura es un acto de honestidad brutal, un compromiso insobornable con la verdad humana, por compleja y desagradable que esta pueda ser.
Nos legó un universo propio, denso, oscuro a veces, pero transido de una humanidad profunda. Y nos dejó, sobre todo, preguntas. Preguntas sobre quiénes somos, de dónde venimos, qué fantasmas arrastramos. Preguntas que, quizás, no tienen respuesta fácil. Y tal vez ahí resida su grandeza perdurable: no en darnos certezas, sino en dejarnos temblando, pensando, sintiendo el eco de esa voz que aún arde, resistiéndose al olvido y a la cómoda indiferencia. La pregunta final, entonces, no es qué nos dijo Eduardo Blanco Amor, sino qué ecos de esa voz estamos dispuestos a escuchar hoy, en el ruido ensordecedor de nuestro presente.