Santuario da Nosa Señora dos Milagres

Nosa Señora dos Milagres: el barroco frente al viento

25/04/2025
Diego Álvarez
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El coche se detiene y al abrir la puerta me golpea el viento. Un viento limpio y frío que barre este altiplano cercano a Baños de Molgas, en el corazón de Ourense. El cielo de esta tarde de abril tiene la luz clara y algo melancólica de la primavera gallega que aún no ha roto a llover. Frente a mí, una explanada inmensa, casi desproporcionada, y al fondo, recortándose contra las nubes que corren, la fachada imponente del Santuario da Nosa Señora dos Milagres. El silencio es tan vasto como el espacio, apenas roto por el silbido del aire y el lejano balido de alguna oveja invisible. Se siente la soledad del lugar fuera de temporada, una quietud que contrasta con la grandiosidad de la piedra. Hay una tensión en el aire, entre la naturaleza abierta y la afirmación rotunda de la fe construida.

La fe hecha piedra y espectáculo

Me acerco despacio, cruzando la explanada vacía. La fachada es un telón de fondo barroco, un ejercicio de persuasión en granito. Dos torres gemelas, robustas y elegantes, flanquean un cuerpo central lleno de movimiento, con columnas, cornisas y hornacinas que juegan con la luz y la sombra incluso en este atardecer nublado. Es fácil imaginar la intención: impresionar, elevar el espíritu, dejar claro que aquí sucedió algo grande y que la respuesta debía estar a la altura. Pienso en el arquitecto, Fray Plácido Iglesias, el monje benedictino que diseñó esta obra en pleno siglo XVIII, materializando la devoción popular surgida de una leyenda mucho más humilde: la Virgen aparecida a una pastorcilla sobre un roble, un carballo. Qué salto de escala, del árbol a esta mole de piedra iniciada hacia 1731. El barroco como el gran teatro de la fe.

El eco de las multitudes

Ahora, en la quietud de abril, cuesta imaginar el fervor que toma este lugar cada septiembre, alrededor del día 8, Natividad de María, cuando se celebra la gran Romaría dos Milagres. Miles de personas llenando esta explanada, subiendo quizá de rodillas la escalinata monumental, trayendo sus promesas, sus agradecimientos, su necesidad de creer. Este espacio vacío está preñado de esa ausencia, del eco de multitudes pasadas y futuras. El santuario parece entonces un escenario esperando su función anual, un recipiente diseñado para contener y canalizar una emoción colectiva que lo desborda periódicamente. Es la fe como ciclo, como necesidad que renace con las cosechas y las estaciones, buscando consuelo y esperanza en la piedra que recuerda el milagro original.

Dentro del gran teatro sacro

Empujo la pesada puerta y entro. El contraste es brutal. Del viento frío del altiplano a la penumbra cálida y reverberante de la nave. El olor a incienso rancio y a cera se mezcla con el frío que emana de las losas de piedra. El espacio es enorme, diseñado para empequeñecer al individuo y magnificar lo divino. La mirada se va inevitablemente hacia el retablo mayor, un derroche de dorado y columnas salomónicas, un artefacto barroco que busca el asombro, casi el aturdimiento. Hay una teatralidad consciente en cada detalle, en la luz que entra tamizada por las altas ventanas, en el eco que devuelve cada paso. Es la Iglesia del Barroco mostrando su poder, su capacidad de crear belleza y sobrecogimiento, de materializar lo intangible en una escenografía fastuosa.

El museo del dolor agradecido

Pero la verdadera alma del santuario, para mí, no está en el oro del retablo principal, sino en un espacio lateral, más humilde: la sala de los exvotos. Aquí la fe se vuelve carne, hueso y necesidad concreta. Cientos de objetos heteróclitos se acumulan como testimonio de favores recibidos. Figuras de cera representando piernas, brazos, cabezas, órganos internos; fotografías de niños, de coches accidentados, de familias sonrientes; mechones de pelo trenzado; notas escritas a mano con caligrafías torpes o esmeradas; vestidos de novia en miniatura; maquetas de barcos… Es un catálogo increíble de la fragilidad humana y de la esperanza depositada. Cada objeto es una historia, un grito silencioso de angustia o un susurro de gratitud. Aquí no habla Dios; habla la herida humana buscando consuelo. Es la fe popular, desnuda y conmovedora, desbordando la solemnidad del templo.

La fe que pide y la piedra que espera

Salgo de la sala de exvotos con una sensación agridulce. La sinceridad de esas ofrendas es abrumadora. Es la fe del que necesita creer, del que se agarra a lo milagroso como última tabla de salvación. Y me pregunto por el contraste entre esa fe íntima, a menudo desesperada, y la magnificencia arquitectónica que la acoge. ¿Es este gran edificio una respuesta adecuada, o una forma de domesticar e institucionalizar ese impulso primario? ¿Necesita el milagro de un roble humilde una escenografía tan imponente? Me siento un observador externo, incapaz de participar de esa fe directa, pero profundamente conmovido por su manifestación. Admiro la obra de Fray Plácido, la fuerza del barroco, pero me interpela más la cera anónima que el oro repujado. Quizá toda fe verdadera empieza siendo un exvoto antes que una catedral.

La promesa en el horizonte

Vuelvo a la explanada. El sol ya se esconde tras las colinas lejanas y el cielo empieza a teñirse de tonos violáceos. El viento sigue soplando, indiferente a la piedra y a las historias que guarda. Miro la silueta del santuario, sus torres apuntando a un cielo cada vez más oscuro. ¿Qué representa realmente este lugar en la inmensidad del altiplano? ¿Un faro de esperanza construido contra la intemperie de la existencia? ¿O un monumento a nuestra eterna necesidad de creer que no estamos solos, que alguien escucha al otro lado del silencio? El santuario permanece, sólido y expectante, guardando la memoria de incontables plegarias y la promesa latente de la próxima romería. Me alejo con la imagen de esas torres grabada en la retina, como dos signos de interrogación plantados en el corazón desnudo de Galicia, dejando que el viento se lleve mis dudas y mi respeto.

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