Llegas. Y lo primero es el silencio. Un silencio espeso, casi masticable, que huele a húmedad, a hoja de castaño en descomposición y a algo antiguo, tal vez la historia. Luego, la vista se despeña. Literalmente. Estás al borde de un tajo brutal y magnífico, una herida geológica vestida de un verde insultante que se hunde hasta buscar el abrazo oscuro del río Sil.
El aire es fresco, incluso en verano, y tiene esa pureza cortante de los lugares donde la naturaleza todavía manda, aunque el hombre se empeñe en arañarle las costillas. Sientes una punzada de vértigo, no solo físico, sino existencial. Es la escala la que te abruma, la sensación de ser una mota de polvo insignificante ante esta catedral natural excavada por el agua y el tiempo.
El sonido, cuando llega, es el eco lejano del propio río, un murmullo grave que parece venir de las entrañas de la tierra, o quizá el canto de un pájaro que se atreve a romper la quietud. Estás en la Ribeira Sacra, margen ourensana. Y ya te ha agarrado por las solapas. No pide permiso.
Miras las laderas y entiendes por qué llaman a esto viticultura heroica. No es una etiqueta de marketing para hipsters con ínfulas enológicas; es la pura descripción de una proeza. Los socalcos (bancales), esas terrazas inverosímiles que trepan por pendientes que desafían la gravedad y el sentido común, son la verdadera escritura de este lugar. Una caligrafía trazada a mano, con sudor y piedra, durante siglos. Aquí cada cepa de mencía o godello es una superviviente, un acto de fe plantado en el abismo. Imaginas a los vendimiadores descolgándose casi como alpinistas, cargando los cestos a la espalda por senderos que son cicatrices en la roca.
No es solo agricultura, es una batalla anual contra la pendiente, contra el minifundio, contra el abandono que acecha como un fantasma verde entre las viñas descuidadas. Ves muros de piedra seca que se desmoronan, terrazas comidas por la maleza. Señales de una lucha desigual. Aquí el paisaje no es amable, es una belleza exigente, casi cruel, que pide un tributo de esfuerzo inhumano. Y yo, urbanita con ínfulas de cronista, me siento un impostor contemplando desde la comodidad del coche alquilado esta gesta anónima y tenaz. Umbral habría soltado alguna pulla sobre el lirismo de la miseria o la estética del esfuerzo ajeno. Yo me limito a sentir una mezcla de admiración y desasosiego.
La Ribeira Sacra no es solo paisaje; es también historia sedimentada en piedra monacal. Y aquí la orilla ourensana tiene joyas que cuentan historias distintas, a veces contradictorias. Te acercas a Santo Estevo de Ribas de Sil, y la grandiosidad te sobrecoge. Tres claustros –románico, gótico, renacentista–, una fachada barroca imponente… Pero hoy es un Parador Nacional. Un lujo silencioso y bien gestionado donde los maitres susurran y las tarjetas de crédito echan humo. Donde hubo oración y trabajo monástico, hoy hay suites con vistas y spa. ¿Es profanación o es salvación? Quizá ambas cosas. El lugar está vivo, cuidado, pero su alma original se ha vuelto un eco elegante entre paredes restauradas y turistas con batas blancas.
Luego buscas Santa Cristina de Ribas de Sil, escondido en un bosque de castaños que parece detenido en el tiempo. Llegas caminando, sintiendo la humedad bajo los pies. Y allí está, una joya del románico gallego, más íntima, más recogida. Las pinturas murales renacentistas que aún resisten en el ábside te miran con ojos de siglos. Hay silencio, sí, pero es un silencio distinto al del Parador. Es el silencio de lo que fue, de lo que resiste a duras penas. Aquí no hay check-in, solo el murmullo del bosque y el peso de la historia desnuda.
Y aún queda San Pedro de Rocas, considerado el cenobio más antiguo de Galicia, con su iglesia excavada en la roca viva. Entrar allí es meterse en las entrañas de la fe primitiva. Tumbas antropomorfas horadadas en el suelo, un campanario sobre una peña descomunal… Es áspero, telúrico, casi pagano. Aquí la piedra no solo reza, grita su antigüedad.
En la aldea cercana a uno de estos monasterios, mientras tomo un café aguado en el único bar abierto, un paisano con boina y mirada acuosa me observa con curiosidad tranquila.
—Moita pedra vella veñen ver agora –comenta, más para sí mismo que para mí. (Mucha piedra vieja vienen a ver ahora).
—Es impresionante –respondo, buscando su aprobación.
—Impresionante era cando había xente nas aldeas –replica, y vuelve a su silencio, un silencio tan denso como el de los muros del monasterio.
Ahí queda dicho. Sin dramatismo, con la retranca melancólica del que ha visto demasiado tiempo pasar.
El río Sil es el eje vertebrador, la arteria azul que da sentido a todo. Navegarlo en uno de esos catamaranes turísticos es casi obligatorio, aunque uno sienta cierta contradicción al romper el silencio con el motor diésel. Pero la perspectiva desde el agua es única. Los cañones se cierran sobre ti, las viñas parecen colgar directamente sobre tu cabeza. El agua, oscura y profunda, actúa como un espejo líquido que duplica la inmensidad, creando una ilusión de simetría perfecta y vertiginosa.
Y luego están los miradores. Balcones de Madrid (llamado así, dicen, porque era el último punto desde donde las madres veían a los hijos que emigraban a la capital), Cabezoás, Vilouxe… Cada uno ofrece un ángulo distinto, una nueva forma de sentirte pequeño y asombrado. Son puntos para la contemplación, para intentar abarcar con la mirada lo inabarcable. El vértigo es la forma que tiene el paisaje de mirarte a los ojos, de recordarte tu fragilidad. Te asomas, respiras hondo ese aire limpio que huele a agua y a roca, y por un momento, el ruido del mundo se apaga.
Y después de tanta belleza que sobrecoge, necesitas anclarte a la tierra. Y aquí, eso se hace con una copa de vino. La mencía, la uva tinta reina de la zona, produce caldos que son puro reflejo del terroir. Vinos atlánticos, frescos, con fruta roja, notas minerales, a veces un toque terroso, como si bebieras la propia pizarra mojada. No son vinos musculosos ni maquillados; tienen la elegancia austera del paisaje que los vio nacer. El godello, en blanco, ofrece otra cara: más estructura, notas de fruta blanca, una acidez vibrante y ese fondo mineral que es marca de la casa.
Visitar una pequeña bodega familiar en la Ribeira Sacra, hablar con el viticultor que te cuenta las fatigas de cada vendimia mientras te sirve una copa en la cocina de su casa, es entender que estos vinos no se hacen, se arrancan a la tierra. Cada botella es un pequeño milagro contra la pendiente y el olvido. Como bien podría sentenciar un aforismo nacido al calor de la copa: «En la Ribeira Sacra, cada sorbo de mencía es un brindis por la resistencia». Es la sangre de una tierra hermosa y herida.
Te vas de la Ribeira Sacra ourensana con la retina llena de verdes imposibles y azules profundos, con el sabor mineral del godello en la boca y la acidez frutal de la mencía en el recuerdo. Pero sobre todo, te llevas el silencio. Un silencio espeso, cargado de historia, de ausencias –la de los monjes, la de los jóvenes que se fueron–, pero también de una presencia poderosa, la de la naturaleza indómita.
Este no es un lugar fácil ni complaciente. Su belleza es a veces severa, melancólica. El turismo llega, los catamaranes surcan el Sil, el Parador bulle de actividad, pero bajo esa capa superficial, late un corazón antiguo y resistente. Ves casas abandonadas con las ventanas como cuencas vacías, aldeas donde apenas quedan ancianos aferrados a la piedra. La despoblación es la otra cara de la moneda de esta belleza abrumadora.
¿Qué busca el viajero que llega hasta aquí? ¿La foto perfecta para Instagram desde un mirador? ¿La paz impostada de un fin de semana detox? ¿O quizá, sin saberlo, viene buscando ese contacto con algo esencial, con la fuerza bruta de la tierra y la huella tenaz del hombre? Sales de aquí con más preguntas que respuestas, con la sensación de haber atisbado algo importante pero frágil. Y con una imagen que persiste: la de las viñas aferrándose a la pendiente, como un último acto de amor o de desafío, mientras el río abajo sigue fluyendo, indiferente y eterno, llevándose los ecos de un mundo que quizá se desvanece. ¿O simplemente se transforma?