Monasterio de San Pedro de Rocas

San Pedro de Rocas: historia, silencio y piedra viva

30/04/2025
Diego Álvarez
Sin comentarios

El frío sube desde los pies, un frío de piedra madre que no entiende de estaciones ni de prisas turísticas. Huele a tierra húmeda, a vegetación terca aferrada a la sombra, y a algo más antiguo, un silencio mineral que se mastica. La luz entra tímida, rasante, casi pidiendo permiso, dibujando formas toscas en la roca excavada que hace de techo, pared y suelo en San Pedro de Rocas. Es un abrazo áspero, una caricia de lija cósmica. Toco la pared y siento el pulso lento de los siglos, la memoria fría de manos que golpearon este granito buscando, tal vez, un eco a su propia soledad.

Arquitectura excavada: fe, refugio o fuga

Estoy dentro de una de las capillas horadadas, un vientre de piedra en plena Ribeira Sacra. No hay aquí alardes góticos ni filigranas barrocas que distraigan el alma o la pupila. Sólo la necesidad hecha cobijo, la fe excavada en la montaña con la paciencia del agua o la desesperación del náufrago. Uno imagina a aquellos primeros eremitas, quizá en el siglo VI o VII –dicen las leyendas, y alguna inscripción fantasma encontrada siglos después sugiere una fecha tan temprana como el 573, aunque hoy baile en los legajos y museos–, eligiendo este repliegue del mundo. Hombres buscando a Dios, o huyendo de los hombres, que a veces es la forma más directa de encontrarlo. O de perderse del todo.

La duda esculpida en la piedra

Me muevo con cuidado, como si temiera despertar algo. El espacio es íntimo y a la vez inmenso, no por tamaño, sino por densidad. Aquí la arquitectura no se construyó: se liberó. Se quitó lo que sobraba a la montaña para dejar a la vista un vacío sagrado. Pienso en Peridis, en su manera de ver cómo la necesidad y la inteligencia humana dialogan con el material, cómo la piedra se vuelve hogar, refugio, oración. Hay una ternura brutal en estas formas redondeadas por la erosión y el uso, en los arcos imperfectos que parecen dibujados por un niño gigante y sabio. Ves la marca de la herramienta, la veta rebelde de la roca, la humanidad desnuda en cada golpe.

Pero entonces, la sombra Umbral proyecta su duda afilada. ¿Buscaban la eternidad o simplemente un techo más duradero que el de paja? La fe es, a menudo, una forma sofisticada de la intemperie. Quizá este lugar no sea tanto un testimonio de fe como un monumento a la obstinación humana, a nuestra manía de dejar cicatrices en el paisaje para creernos menos efímeros. Somos tiempo prestado arañando la eternidad de la roca. Ahí queda eso, como un grafiti existencial en un muro milenario.

Salgo al exterior. El aire huele a castaño y a humo lejano. El sol golpea ahora con más decisión. Y allí están las tumbas. Ah, las tumbas antropomorfas excavadas en el suelo rocoso, siluetas vacías esperando cuerpos que ya son polvo o recuerdo. Son como las ausencias que dejamos en la vida de los otros, moldes de lo que fuimos. Miro esas bañeras de piedra para el último sueño y siento un escalofrío que no es de frío. El turista fotografía compulsivamente, buscando el ángulo macabro pero ‘instagrameable’. Yo me pregunto qué sentirían ellos, los enterrados, al saberse ahora atracción de fin de semana. ¿Una vanidad póstuma? ¿O la indiferencia total del que ya no es?

El hombre con vara y el silencio verdadero

Cerca de las tumbas, veo a un hombre mayor, de la zona seguramente, apoyado en su vara. No lleva cámara, no parece seguir ninguna ruta marcada. Simplemente mira el conjunto, el hueco de las tumbas, la iglesia rupestre. Luego, sin prisa, se ajusta la boina con un gesto lento, casi litúrgico, y sigue su camino por un sendero lateral, perdiéndose entre los árboles. No hemos cruzado palabra, pero en esa mirada contenida, en ese gesto mínimo, siento una conexión más real con el lugar que en todas las explicaciones del panel informativo. Es la mirada de quien convive con el misterio sin necesidad de profanarlo con preguntas.

La espadaña contra el cielo, nosotros contra el tiempo

San Pedro de Rocas, considerado por algunos el monasterio más antiguo de Galicia, ha vivido mucho. Pasó de eremitorio a cenobio benedictino, conoció el bullicio monacal, el trabajo de la tierra, los rezos comunitarios. Y también el abandono. Y el fuego. Un incendio voraz, creo recordar que allá por 1923, lamió estas piedras y ennegreció parte de su memoria. Ese mismo año fue declarado Monumento Nacional, como si la etiqueta oficial pudiera protegerlo de las llamas o del olvido. Lo han adecentado, claro. Hay un centro de interpretación cercano, paneles bilingües, un respeto casi museístico que intenta ordenar el enigma.

Pero el lugar resiste. La roca manda. El barniz cultural no puede ocultar del todo la cicatriz primigenia, la fuerza bruta del origen. Subo la mirada hacia la espadaña, airosa y casi improbable, cabalgando sobre un peñasco desnudo, el ‘Penedo do Reloxo’, como un vigía de piedra desafiando al cielo. Es hermosa en su simplicidad, un grito vertical que busca no se sabe qué. Un añadido posterior, sí, pero tan integrado que parece haber estado siempre ahí, como un pensamiento terco de la propia montaña.

Me descubro contradictorio. Parte de mí admira la tenacidad de la fe, la belleza austera, la huella humana que dialoga con la naturaleza. Otra parte recela de la solemnidad, cuestiona el sentido de buscar a Dios en la piedra fría, y se siente incómodo formando parte del rebaño turístico que viene a consumir paisajes con alma. Camino entre las tumbas vacías y siento la ironía: venimos a ver vestigios de vidas pasadas mientras la nuestra se nos escapa entre selfis y prisas.

Epílogo: la montaña, el espejo y la pregunta

¿Qué queda al final? ¿La anécdota histórica, la belleza geológica, la experiencia estética? Tal vez San Pedro de Rocas sea un espejo. Un espejo de roca donde se refleja nuestra propia búsqueda, nuestra fragilidad, nuestra necesidad de excavar sentido en la masa informe del tiempo. Me alejo despacio, sintiendo aún el frío mineral en los huesos. La espadaña sigue allí, recortada contra las nubes que empiezan a juntarse. ¿Es un símbolo de esperanza que apunta al cielo o la constatación de nuestra insignificante voluntad frente a la montaña indiferente?

Quizás la respuesta no está en la altura ni en las fechas grabadas. Quizás está aquí abajo, en estas cavidades oscuras que nos recuerdan, con un susurro helado, que toda catedral empieza siendo cueva, y toda plegaria, apenas un eco perdido en la inmensidad. Y uno se va de San Pedro de Rocas con más preguntas que certezas, que es siempre la mejor forma de abandonar un lugar sagrado. O cualquier lugar que merezca la pena.

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