Santa Comba de Bande

Santa Comba: la iglesia que escucha en silencio

13/05/2025
Diego Álvarez
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Llego a Santa Comba de Bande cuando la tarde ya se rinde. Son más de las siete y media de este lunes de abril y la luz tiene esa cualidad indecisa, entre dorada y ceniza, que precede a la noche. El aire es fresco, casi frío, y huele a agua dulce y a tierra mojada, un olor que sube del cercano embalse de As Conchas. Hay un silencio profundo, apenas roto por el leve chapoteo del agua contra una orilla invisible y el grito lejano de un ave acuática. Y allí está ella, pequeña, inesperada, casi inverosímil en su soledad. No es una mole imponente, sino una joya arquitectónica depositada con delicadeza en el paisaje, esperando en la quietud del crepúsculo. La primera impresión es de extrañeza, de encontrar algo fuera de su tiempo.

Geometría sagrada venida de lejos

Me acerco despacio, rodeándola. Es un edificio compacto, de una lógica geométrica asombrosa. Una planta de cruz griega casi perfecta, construida con sillares de granito bien escuadrados, sólidos, eternos. Lo que define su estirpe, lo que la ancla a un pasado remoto, son esos arcos de herradura, tan característicos del mundo visigodo, que enmarcan puertas y ventanas. Es la firma inconfundible de un tiempo, el siglo VII dicen los expertos, aunque siempre hay debates sobre estas cronologías tan antiguas. Sobrevivir desde entonces, mantener esta pureza de líneas, esta integridad estructural, es casi un milagro en sí mismo. No en vano fue declarada Monumento Nacional ya en 1921. Se siente el peso de la historia, pero sin ostentación. Es una lección de arquitectura esencial, venida de muy lejos.

Un arca de piedra contra el olvido

Pienso en lo que significa esta pequeña iglesia aquí, a orillas de un embalse que cubre y descubre, según el nivel de las aguas, los restos del campamento romano de Aquis Querquennis. Santa Comba es como un arca de piedra varada en la orilla del tiempo, testigo de mundos sumergidos, de civilizaciones que pasaron. Sobrevivió a la Hispania visigoda, a la conquista musulmana, a siglos de cambios y olvidos. Mientras el campamento romano yace ahogado la mayor parte del año, la iglesia permanece, terca, discreta, afirmando una continuidad frágil pero real. Es un símbolo poderoso de la memoria que resiste, de la cultura que se niega a desaparecer bajo las aguas del tiempo o del progreso. Quizá la verdadera medida de una civilización no está en lo que construye, sino en lo que logra conservar.

El umbral cerrado, la luz que se filtra

Como sospechaba, a estas horas la puerta está cerrada. Una reja protege la entrada y apenas permite atisbar la penumbra del interior. Acerco la cara a los barrotes fríos. Intento distinguir las bóvedas de cañón, el arranque de los arcos que sostienen el cimborrio central, algún capitel labrado con motivos vegetales o geométricos. Pero la oscuridad es densa. Solo se adivina un espacio austero, recogido, de piedra desnuda. Me fijo en el arco de herradura de la puerta, perfectamente dibujado en la piedra, enmarcando ahora una promesa de misterio, no una bienvenida. La imposibilidad de entrar agudiza la sensación de distancia, de respeto ante algo que se protege. Es como escuchar una confidencia a través de una puerta cerrada; intuyes la importancia, pero los detalles se escapan.

Ecos de un tiempo oscuro y tenaz

Intento imaginar el mundo en el que nació esta iglesia. La Hispania del siglo VII, un tiempo convulso, de transición, de construcción de una identidad tras la caída del Imperio Romano. Unos siglos que a menudo llamamos «oscuros», pero que fueron capaces de crear joyas como esta. La arquitectura visigoda tiene esa cualidad: sólida, austera, a veces un poco tosca, pero con una fuerza expresiva innegable. No busca la ligereza del gótico ni la teatralidad del barroco. Es una fe que se afirma en la geometría pura, en la robustez de los muros, en la penumbra que invita al recogimiento. Quizá era una fe nacida del miedo, de la incertidumbre, pero también de una tenacidad admirable, de una voluntad de construir sentido y belleza en medio de la tormenta.

La contradicción del testigo

Me siento pequeño ante esta cápsula del tiempo. Su valor histórico es inmenso, su rareza la convierte en un hito fundamental del arte altomedieval español. Y sin embargo, su tamaño es modesto, su apariencia externa, casi humilde si no fuera por la perfección de sus formas. Esa contradicción me fascina. No necesita gritar su importancia. Le basta con ser, con estar ahí. Y yo, el viajero, el escritor, ¿qué hago aquí? Intento descifrarla, capturar su esencia en palabras, pero siento la limitación de mi mirada contemporánea. ¿Puedo realmente entender lo que significó este lugar para quienes lo construyeron y lo usaron hace mil trescientos años? Probablemente no. Solo puedo ser un testigo respetuoso, consciente de la distancia y de mi propia interpretación inevitablemente subjetiva.

El último fulgor sobre la piedra antigua

El sol ya se ha ido definitivamente. El cielo sobre el embalse se tiñe de un gris profundo y el agua refleja los últimos destellos de luz. La silueta de Santa Comba se recorta ahora más nítida, más esencial, contra la penumbra creciente. Su geometría perfecta parece absorber la última claridad del día. Me quedo un rato más, sintiendo el frío húmedo que sube del agua y el peso de los siglos concentrado en esos pocos metros cuadrados de piedra. ¿Es Santa Comba un testamento de fe imperecedera? ¿Una reliquia preciosa salvada casi por azar? ¿O una hermosa anomalía arquitectónica varada en un paisaje que ya no la reconoce del todo? Quizá sea todo eso a la vez. Me marcho dejando atrás su perfil oscuro, llevándome la imagen de su soledad sonora y la pregunta flotando en el aire quieto de la noche incipiente.

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