El aire se espesa y enfría notablemente al empezar el descenso. Huele intensamente a tierra mojada, a un humus profundo acumulado durante siglos, y al dulzor penetrante y algo amargo de las hojas de castaño en descomposición. Es una alfombra elástica y oscura que amortigua los pasos, silenciando casi por completo mi avance. Sólo se oye el viento, un susurro constante y sutil en las copas altas de los castaños centenarios, y el canto intermitente de algún pájaro invisible. La luz de esta mañana de primavera gallega, bajo un cielo encapotado que amenaza lluvia fina, llega tamizada, verdosa, casi submarina. Crea un ambiente de irrealidad, como si hubiera cruzado un umbral invisible hacia un tiempo distinto. Se siente el abrazo húmedo y fresco del souto, una presencia vegetal que aísla y protege, pero también sobrecoge un poco. Es la antesala perfecta al misterio.
Y entonces, tras una curva cerrada del sendero, aparece. No de forma grandilocuente, sino casi con sigilo, como si el propio bosque la descubriera con pudor. Santa Cristina de Ribas de Sil. Es una aparición de piedra que parece haber brotado de la tierra misma. El granito oscuro, trabajado por la humedad y el tiempo, se funde con los tonos del musgo y la sombra de los árboles imponentes. Qué lección de integración paisajística, qué sabiduría la de aquellos monjes benedictinos que, allá por los siglos XII y XIII principalmente, eligieron este rincón apartado para levantar su casa de oración y trabajo. La iglesia, de una sola nave, culmina en ese ábside semicircular que es pura destilación románica: proporcionado, elegante, con sus estrechas ventanas saeteras abriéndose a la luz como párpados entornados. Es una arquitectura que habla bajo, que invita al recogimiento, no a la sumisión.
Aquí el silencio no es ausencia de ruido, es una presencia densa, casi palpable. Un silencio que envuelve la piedra y el bosque, y que invita a bajar la voz, a moverse con sigilo. Pienso en la vida monástica que llenó estos muros durante siglos. ¿Sería este silencio una fuente de paz interior, un lienzo en blanco para la contemplación divina? ¿O se convertiría a veces en un compañero incómodo, un espejo implacable de la propia soledad, de la duda que seguramente también roería el alma de algún monje entre rezo y rezo? Hay una ambigüedad fascinante en estos lugares apartados. Ofrecen refugio del mundanal ruido, sí, pero ¿a qué precio? Quizá la verdadera prueba no fuera el trabajo o la oración, sino soportar el peso de tanto silencio, de tanta belleza aislada. El alma humana necesita tanto el eco como el silencio para saberse viva.
Cruzo el umbral de la iglesia y la penumbra me recibe como un paño frío en la cara. Los ojos tardan en acostumbrarse a la oscuridad, apenas rota por la luz espectral que se filtra a través del magnífico rosetón del muro oeste. Es un ojo de piedra labrada, una filigrana geométrica que proyecta un haz lechoso sobre las losas gastadas del suelo. El aire aquí dentro es aún más denso, huele a piedra antigua, a madera reseca de los bancos, a incienso fantasma y a esa humedad persistente que es el aliento de los lugares cerrados durante mucho tiempo. En las paredes, como apariciones, sobreviven restos de pinturas murales, seguramente góticas o renacentistas, desvaídas, heridas por el tiempo y la incuria. Santos sin rostro, escenas bíblicas apenas intuidas. Testigos mudos de un esplendor perdido, sobre todo tras el abandono forzoso que siguió a la Desamortización de Mendizábal en 1835, ese golpe que vació tantos monasterios españoles.
En medio de esta soledad resonante, me sorprende una presencia. En un banco lateral, casi fundida con la sombra, una mujer mayor, vestida con el luto riguroso de las aldeas, permanece sentada. No lleva guía, ni cámara. Tiene los ojos cerrados, las manos ajadas quietas sobre el regazo. No parece rezar de forma convencional, ni mirar nada en particular. Simplemente está, respira pausadamente, inmersa en una quietud que parece anterior a la propia piedra. Su presencia anónima y silenciosa es, de algún modo, el contrapunto perfecto a mi mirada inquieta de visitante. Ella no consume el lugar, lo habita. Representa una conexión orgánica, una memoria viva que ningún panel interpretativo puede suplir. Al cabo de un rato que se me antoja eterno, se levanta con la levedad de una hoja seca y se marcha sin hacer ruido. Su fugaz estancia me deja una sensación de pudor y, extrañamente, de paz.
Salgo de nuevo al claro que rodea la iglesia. La torre campanario, exenta, se yergue un poco aparte, como un vigía fiel. Su robusta base es puro románico, sólida y sobria, pero el cuerpo superior y el remate son un añadido barroco posterior, más ligero, casi como un pensamiento sobrevenido siglos después. Esa mezcla de estilos resume la larga vida del monasterio, sus adaptaciones, sus cicatrices. Hoy, Santa Cristina ostenta la etiqueta de Bien de Interés Cultural, un reconocimiento necesario que, sin embargo, también la convierte en un punto marcado en el mapa turístico. Y aquí estoy yo, parte del problema y del privilegio. Buscando una experiencia auténtica, una conexión profunda, pero inevitablemente filtrándola a través de mi condición de visitante, de consumidor de paisajes y de historias. ¿Es posible mirar sin poseer, admirar sin profanar con la simple presencia masiva o la foto rápida? La contradicción me acompaña.
Inicio el ascenso, abandonando el corazón del souto. El camino parece ahora más empinado, como si costara volver al ritmo del mundo exterior. Me doy la vuelta una última vez, pero el monasterio ya ha sido engullido de nuevo por la espesura. El bosque guarda bien su tesoro. Me llevo conmigo el frescor húmedo en la piel, el olor profundo de la tierra, la imagen imborrable del rosetón filtrando una luz de otro tiempo. Pero, sobre todo, me llevo el eco de ese silencio denso y las preguntas que ha despertado. ¿Qué sobrevive realmente en estos lugares cargados de historia y de belleza? ¿La fe de quienes los erigieron? ¿La maestría de los artesanos anónimos? ¿O es la fuerza impasible de la naturaleza, del bosque que siempre espera para reclamar lo suyo? Quizás Santa Cristina no da respuestas, sino que devuelve la pregunta multiplicada, como un eco en la espesura. Una pregunta sobre el tiempo, la memoria y esa belleza terca que, a veces, florece en los lugares más escondidos, mucho después de que los dioses que la inspiraron se hayan ido a otra parte. Y con esa duda fértil, regreso al camino.